El mundo está en continua evolución. Y también la sociedad, por mucho que nos empeñemos en crear instituciones y preservarlas. El mundo cambia, y nosotros con él.

Si hay algo que no ha cambiado es la necesidad del ser humano de comprender el mundo en el que vive, no importa que ese deseo surja de la voluntad de dominio del entorno, de la curiosidad hacia lo desconocido o de cualquier otro impulso vital.

El hombre se cuenta el mundo para poder vivir en él. Y conoce el mundo a través de cómo se lo cuenta. Esta relación de mutua influencia crea una espiral de relatos en la que podemos incluir desde las leyendas tradicionales hasta las más avanzadas teorías científicas.

Para llevar a cabo ese proceso de comunicación (consigo mismo, con el otro), se ayuda de cualquier elemento que esté a su alcance y le facilite la labor. Dicho de otro modo: para construir sus narraciones el ser humano se vale de la tecnología que tiene a su alcance.

De nuevo surge una relación de influencia mutua: la tecnología de la que disponemos, a su vez, condiciona el modo en el que comprendemos el mundo.

Puede que algunas de esas tecnologías sean tan comunes que, simplemente, ignoremos su existencia. La más influyente y soterrada es, probablemente, el lenguaje oral.

Antes de la aparición de la escritura ya nos contábamos historias. El lenguaje hablado, las estructuras que maneja, el proceso que utiliza, todo ello sirvió para crear cierta tipología de historias, para configurar una visión del mundo.

La llegada de la escritura supuso una auténtica revolución, una nueva forma de contar. Ya no era necesaria la presencia física del narrador frente a un auditorio. El poseedor de un libro adquiría la capacidad de entrar en la historia donde y cuando quisiera.

Tras el nacimiento del texto escrito el cambio aún fue mayor con la aparición de un nuevo artefacto tecnológico: la imprenta, con su capacidad de generar muchas copias del mismo relato susceptibles de ser distribuidas a mayor distancia y abarcar una audiencia más numerosa.

Y es que las nuevas tecnologías siempre aportan nuevas historias, nuevas visiones del mundo. Con cada incorporación, los tipos de relatos se ven abocados a coexistir, dándose con el tiempo las inevitables influencias mutuas.

Y es que las nuevas tecnologías no acaban con las que las preceden, simplemente se solapan a ellas, a pesar del pavor que toda novedad genera en lo que, a partir de ese momento, pasa a considerarse antiguo.

El ejemplo más reciente ocurrió en el siglo pasado: el miedo del mundo radiofónico ante la llegada del cine, el de éste frente a la televisión… ¡Y el de la televisión ante la aparición de Internet!

Probablemente, lo más característico del siglo XX sea el establecimiento del lenguaje audiovisual como elemento invisible en los procesos de comunicación.

Con una década cumplida en el siglo XXI, los elementos digitales resultan prácticamente omnipresentes, y constituyen parte fundamental del paisaje en el que vivimos.

Nuestro mundo es (o así lo vemos) una representación tecnológica del pensamiento postmoderno en la que impera el salto, el fragmento y la fractura, el remix de contenidos, de formas y de soportes.

Así definido, el relato transmedia es al mismo tiempo causa y efecto de nuestro mundo. Nos sirve para contarnos lo que ocurre y para configurar nuestra propia experiencia.

Esta mezcla, llevada al extremo, aúna lo digital y lo real, pues vivimos ambas como parte de un todo.

Vivimos en una sociedad altamente tecnificada, en la que los cambios se suceden de modo vertiginoso. Puede que ahora, debido precisamente a eso, necesitamos más que nunca historias que nos ayuden a comprender nuestra realidad.

El relato transmedia, accesible, plural y polimorfo puede ser el recurso más útil del que disponemos.

Créditos: fotografía de la galería de danceinthesky, con licencia CC